miércoles, 21 de mayo de 2014

Los Fantasmas.


Anhelantes, prejuiciosos, con mal rédito, cizañeros, eso sí, tan esenciales como  invisibles.            
Maduran de nuestros fracasos, se engordan con nuestras angustias, afilan sus punciones, esperan que la realidad gatille y plaff.                                                                                                         
Siempre bien vestidos de transparencia, logran infiltrarse entre los dedos de nuestro stop.
Ni espíritus, ni copas, ni capas. Son alterantes, también altaneros. Viven mientras uno le da vida y en todo caso, adoran nuestra vida. Son rebusques de un exiliado, de un olvido. Son sinónimos de “no pasa nada”, aunque siempre nos encuentran prestándole pulsaciones de temor.

Psicólogos y otros brujos han intentado cauterizarlos, han intentado ponerles nombres y darles entidad grandilocuente. Vidas pasadas, mensajes no enviados, casas y ciudades encantadas, hasta plazas desoladas con hamacas en movimiento. Por qué no, religiones. Radares, satélites, sirenas, crucifijos y antorchas han hecho de los fantasmas cuestiones de estado.

Nadie quiso ver la tela de juicio del “psiquiátrico”, “filósofo” del “distraído” también “los físicos” nadie quiso ver. Nadie quiso ver los propios miedos personificados que se inventaron imposibles para darnos un buen trago de tormento en cada esquina, en cada camino, en cada intento de cercanía. 
Vienen a saludarnos sonrientes y perversos con caricias de trueno.                                                         Vienen a nuestro llamado, por el gran temor que nos da,
 abrir la puerta de la felicidad…

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